El descuido de una momia preincaica en el pueblo de Lucanas (en la provincia del mismo nombre, Ayacucho) y el canto estremecedor de una niña en la plaza de Armas de Puquio (capital de dicha provincia), motivan una serie de reflexiones que se convierten en la base de este texto, elaborado hace un par de años para la revista virtual De Aquí y de Allá, Crónicas de Viaje, la cual permaneció muy poco tiempo en el cyber-espacio.
En Lucanas hay una momia con una manta maltrecha. Nadie sabe su antigüedad, nadie conoce con exactitud dónde ni cuándo la encontraron, pero todos o casi todos los comuneros la han visto, sitiada por carpetas sin patas, raídos mapas opacos del Perú y el sinfín de objetos no identificados que desbordan la capacidad del pequeño altillo de una escuela.
Intrigados o temerosos, persignándose o murmurando palabras en quechua, los comuneros de Lucanas conocieron a su particular huésped; pero su interés no fue más allá de subir al altillo -por una escalera idéntica a las que usan los pintores de brocha gorda, los amantes furtivos o los ladrones de pacotilla- para saciar su curiosidad, observar un rato a la momia y volver apuraditos a las faenas del campo.
Y la momia se quedó ahí, como si fuera un objeto inservible o un mapa descolorido. Los comuneros ya no le hacen caso. Dejó de ser la novedad; además, para qué hurgar en el tiempo cuando el presente apremia y la plata apenas si alcanza y hay que preocuparse de la cosecha y de San Juan, el patrón del pueblo, que se resiente sino se le festeja de buena manera.
Eso sí, cuando aparece un visitante por las calles irregulares de Lucanas, inmediatamente le hablan de la momia y le explican que fue encontrada por ‘ahí, señor’ y señalan un punto cualquiera entre los cerros imponentes y agregan ‘está en la escuela, entrando a la mano izquierda... No deje de ir”, invitan con una pizca de entusiasmo y cortesía.
Y las invitaciones se repiten una y mil veces cuando hay bullicio y diversión en el pueblo: tarde de toros, quema de castillo o pollada bailable “amenizada con un portentoso equipo afónico –perdón estereofónico- y las riquísimas rubias que achispan el alma”, tienta al hambre y al espíritu juerguero, uno de los promotores de la actividad organizada por los padres de familia de la escuela.
Ante tanta insistencia, lo más conveniente es ir a conocer a la momia. Ahora bien, si por esas casualidades de la vida, la visita coincide con una actividad pro fondos, el viajero verá -justo al lado de la escalera que conduce al altillo- a un grupo de mujeres que “calatean” plumíferos hervidos, cuadriculan papas y verduras o inspeccionan, atentamente, unas ollas que parecen bañeras.
Cuando la escalera comienza a rezongar, las señoras –trenzas negras, anchas polleras, mejillas resecas- aprovechan para dar las últimas indicaciones: “Suba despacio. No se nos vaya a caer”, dicen en el momento de descuartizar un pollo; “no se apure”, señalan, mientras le dan vuelta al aguadito; “ya le falta poco”, advierten, después de probar el aderezo.
La escalera se termina. Las señoras callan. El altillo es un hediondo y oscuro cuartucho de paredes de adobe y piso de maderas que rechinan a cada paso, como si estuvieran fatigadas de soportar tanto peso o quisieran anunciar su inminente ruptura.
En el centro del infernal desorden se encuentra la momia de Lucanas. Su rictus de pavor ya no parece estar dedicado a la muerte y su guadaña cercenadora de la vida, sino al futuro incierto, a la posible frustración de sus sueños de eternidad, a la amenaza latente de convertirse en polvo sobre esa silla oxidada convertida en trono, en esa caja de cartón transformada en mortaja.
Si algo le llegara a ocurrir a la momia, los comuneros volverían al altillo. Una vez más musitarían palabras en quechua, invocarían a Dios y, quizás, hasta derramarían un par de lágrimas...bah, pero sólo un par, porque el pasado pisado y hay que pensar en otras cosas: las lluvias que no llegan, las cosechas cada vez más escasas, el Santo Patrón que canjea sus indulgencias por ofrendas y festejos.
Las voces de Puquio
Dicen que todos los puquianos saben cantar como los dioses y hacen llorar a las guitarras con la destreza de sus dedos. Dicen, también, que los hombres y mujeres de este pueblo indio –como lo definiera José María Arguedas- son parcos, desconfiados y hoscos. Gente poco confiable.
Las voces de Puquio
Dicen que todos los puquianos saben cantar como los dioses y hacen llorar a las guitarras con la destreza de sus dedos. Dicen, también, que los hombres y mujeres de este pueblo indio –como lo definiera José María Arguedas- son parcos, desconfiados y hoscos. Gente poco confiable.
Lo primero es muy sencillo de comprobar. Basta con escuchar a sus cantores o dejarse seducir por las melodías de sus músicos, para sentir como empieza a quebrarse el alma. Sí, basta cerrar los ojos y recordar a la niña que acalló con su conmovedor “amarillito, amarillanto flor de retama” a las advenedizas cuadrillas de Tunas Universitarias que pretendieron apoderarse de la Plaza de Armas de Puquio.
La niña cantaba como si dejara su vida en cada palabra. Su voz portentosa describía el ingreso de los “Sinchis”, que iban a matar estudiantes y campesinos; entonces, los ojos son cercados por las lágrimas y el corazón late despavorido y ¡qué poco importan los Tunos con sus ridiculísimas bombachas, sus pantimedias oscuras y sus capas negras de caballero de dudoso abolengo.
Bueno, en lo referido a los cantores y músicos no existe la menor duda... ah, pero lo otro es más difícil de demostrar, no encuentro recuerdos que respalden esa afirmación. Quizás todo sea un error, un malentendido, un chisme que fue creciendo hasta convertirse en estigma, en una sombra de la que no puede desligarse el pueblo del Yawar Fiesta.
Es posible que todo haya surgido del comentario mal intencionado de algún comunero de las alturas vecinas, celoso de las supuestas gollerías de la capital de la provincia de Lucanas; o, de repente, fue un viajero enojadísimo porque un chofer lo ignoró cuando “tiraba dedo” en un paraje solitario o un campesino se negó a darle comida y hospedaje en su casita de adobe, en una noche terriblemente fría.
Sí, qué poco corazón tiene el camionero, qué malo el campesino al negar un plato de comida y sólo ofrecer el establo como refugio; pero ¿acaso se puede esperar otra cosa después de más de 10 años violencia?. No hay duda, la desconfianza es una de las secuelas de la subversión.
Los comuneros aún recuerdan los tiempos en los que “jalar” a un desconocido, ofrecer un puñado de cancha a la “persona equivocada” o hospedar a un extraño en sus rústicas viviendas, era razón más que suficiente para ser ajusticiado o ejecutado extrajudicialmente. Había que ser cauto, precavido, no confiar en nadie. De eso dependía la vida. La sobrevivencia.
Ojalá que esta actitud cambie con el paso de los años. Ojalá que nunca más vuelvan las hordas de la muerte. Así nadie tendrá temor de ayudar a la “persona equivocada”; entonces, otra vez, los comuneros ofrecerán sus tolvas a los viajeros agotados y los campesinos del Ande –recordando sus ancestrales costumbres de cooperación- abrirán sus hogares en las noches congeladas.
De Puquio, se dicen, también, otras cosas: que es tierra de danzantes de tijeras, aunque en la noche de los Tunos silenciados, ninguno se animará a bailar para los dioses antiguos; que tiene cuatro barrios -o ayllus- y cuatro plaza de Armas y que hace muchísimos años, los varayock (alcaldes) decidieron construir –sin apoyo del señor gobierno- la carretera que une su pueblo con Nazca.
El huayno se prolonga. Se hace eterno. Se acallan las guitarras y las panderetas invasoras de las Tunas. La niña sigue con su “amarillanto”. Algunos la escuchan de cerca, otros se animan a acompañarla con voz bajita, como si fueran un lejano eco, afanado en prolongar las palabras y el sentimiento de Puquio, un pueblo de músicos y cantantes.