En su último día de aventura en el Cusco, un viajero sin fondos y agotado de caminar, trama un plan para matar al tiempo desde una de las bancas de la antigua Huacaypata, hoy la plaza de Armas. Observaciones, anécdotas, recuerdos de lejanas clases de historia, son parte de su estrategia de exterminio de los segundos y minutos.
Tengo que confesarlo sin miedo y sin vergüenza. Total, no es nada malo, le puede ocurrir a cualquiera en su último día de aventura, más aún si esta anduvo movida y calien... mejor me inhibo de las explicaciones y lo digo de una vez. No me vaya a confundir de confesión y termine escribiendo de otras cosillas viajeras nada santas, sobre las que se debe guardar un respetuoso y, por qué no, hasta censurador silencio.
Bueno, basta de palabreo. El asunto es sencillo: el dinero escaseaba en mis bolsillos y mi billetera sufría una severa inanición; razón más que suficiente para descartar una excursión fuera de la ciudad, opción siempre tentadora, pero casi imposible porque eso de tirar dedo y pedir una jaladita ya no funciona muy bien en estos tiempos desconfiados.
Esa era mi triste realidad. Andaba “misión imposible”, como dicen los palomillas del barrio cuando no tienen ni un sol. Lo malo es que yo no andaba en mi barrio, andaba en el Cusco, el ombligo del mundo y para ser sincero la ciudad ya la había recorrido -enterita o por partes- alrededor de 50 veces, y eso ya es mucho, inclusive para un lugar tan deslumbrante como la antigua capital inca.
¿Qué hacer? Volver al hotel y mirar las paredes mal maquilladas de un cuarto sombrío, en el que la presencia de una cama y una silla podía considerarse una aparición milagrosa; o, simplemente, sentarse en situación de a ver qué ocurre pues, en la que hoy es la Plaza de Armas del Cusco y antiguamente fue Huacaypata, el corazón del Estado Inca.
Decidí por la plaza. Allí encontraría la forma de matar el tiempo y lo que era mejor, el homicidio no me costaría ni un solo céntimo, condición que le daba un toque irresistible a mi sencillo plan; es más, el “crimen” podía ser perfecto, porque en la vieja Huacaypata todo es posible, incluso hasta podía conocer a una viajera de billetera anémica, que decidiera ser mi cómplice en el crimen al reloj.
Pero mis “amistosas” pretensiones se vieron frustradas. Todas las viajeras estaban celosamente custodiadas por extranjeros grandotototes o peruanazos más bien chaparros, aunque aguerridos y con aires de ‘soy el último inca, caramba, así que no se metan conmigo’.
La batalla estaba perdida de antemano, así que me senté en una de las bancas verdecitas de la plaza, justo frente a la Catedral, esa magnífica construcción de piedra extraídas de la fortaleza de Sacsayhuaman, que empezó a edificarse en 1556. El lugar está lleno de tesoros religiosos y artísticos y tiene entre sus "huéspedes” al Señor de los Temblores, el patrón del Cusco.
Contemplo las torres del templo: ‘gruesas y retacas’, pienso sin ningún rigor arquitectónico y por el simple hecho de pensar en algo en una plaza que da mucho que pensar, porque aquí han ocurrido y ocurren tantas cosas que a uno se le remueven las neuronas y se pone en plan de filósofo griego o mejor dicho de amauta andino, para honrar la memoria de quienes fueron los maestros del incario.
Bueno, basta de palabreo. El asunto es sencillo: el dinero escaseaba en mis bolsillos y mi billetera sufría una severa inanición; razón más que suficiente para descartar una excursión fuera de la ciudad, opción siempre tentadora, pero casi imposible porque eso de tirar dedo y pedir una jaladita ya no funciona muy bien en estos tiempos desconfiados.
Esa era mi triste realidad. Andaba “misión imposible”, como dicen los palomillas del barrio cuando no tienen ni un sol. Lo malo es que yo no andaba en mi barrio, andaba en el Cusco, el ombligo del mundo y para ser sincero la ciudad ya la había recorrido -enterita o por partes- alrededor de 50 veces, y eso ya es mucho, inclusive para un lugar tan deslumbrante como la antigua capital inca.
¿Qué hacer? Volver al hotel y mirar las paredes mal maquilladas de un cuarto sombrío, en el que la presencia de una cama y una silla podía considerarse una aparición milagrosa; o, simplemente, sentarse en situación de a ver qué ocurre pues, en la que hoy es la Plaza de Armas del Cusco y antiguamente fue Huacaypata, el corazón del Estado Inca.
Decidí por la plaza. Allí encontraría la forma de matar el tiempo y lo que era mejor, el homicidio no me costaría ni un solo céntimo, condición que le daba un toque irresistible a mi sencillo plan; es más, el “crimen” podía ser perfecto, porque en la vieja Huacaypata todo es posible, incluso hasta podía conocer a una viajera de billetera anémica, que decidiera ser mi cómplice en el crimen al reloj.
Pero mis “amistosas” pretensiones se vieron frustradas. Todas las viajeras estaban celosamente custodiadas por extranjeros grandotototes o peruanazos más bien chaparros, aunque aguerridos y con aires de ‘soy el último inca, caramba, así que no se metan conmigo’.
La batalla estaba perdida de antemano, así que me senté en una de las bancas verdecitas de la plaza, justo frente a la Catedral, esa magnífica construcción de piedra extraídas de la fortaleza de Sacsayhuaman, que empezó a edificarse en 1556. El lugar está lleno de tesoros religiosos y artísticos y tiene entre sus "huéspedes” al Señor de los Temblores, el patrón del Cusco.
Contemplo las torres del templo: ‘gruesas y retacas’, pienso sin ningún rigor arquitectónico y por el simple hecho de pensar en algo en una plaza que da mucho que pensar, porque aquí han ocurrido y ocurren tantas cosas que a uno se le remueven las neuronas y se pone en plan de filósofo griego o mejor dicho de amauta andino, para honrar la memoria de quienes fueron los maestros del incario.
Y por pensar en maestros, me acordé de mi profesora de historia, tanto que hasta me parecía oírla –con su tonito de eterna nostalgia y su rostro de orgullosa heredera de los incas- describiendo que antes de la llegada de los españoles, la vieja Huacaypata estaba rodeada por los palacios de Pachacutec, Sinchi Roca, Huiracocha, Tupac Yupanqui y Huayna Cápac.
Nada de arcos –como ahora- tampoco Catedral ni iglesia de La Compañía, ni tejas rojas en los techos o balcones en las ventanas; pero igual era hermosa, concluía la profesora, y luego relataba que en tiempos prehispánicos, la plaza era cruzada por el río Saphy, y que en la colonia fue el escenario de la muerte de Tupac Amaru II, un rebelde que remeció los andes con su grito de libertad.
Ya está bueno de historia. De vuelta al presente. La Plaza de Armas está repleta de visitantes de todo el mundo y de palomas que se pelean por un grano de maíz.
Conversaciones en varios idiomas. Algunos se entienden, otros no tanto; algunos fingen entenderse, otros ni siquiera saben fingir, pero eso es lo de menos, igual surgen sonrisas y nacen amistades cimentadas en el idioma universal de los gestos.
De sapos y culebras
El plan daba resultados. Andaba feliz y las horas volaban con más agilidad que las palomas regordetas de la plaza. De pronto, mi augusta soledad en la banca fue quebrada por la presencia de un extraño. Tras el disgusto inicial, decidí observarlo con detenimiento; no tenía nada mejor o peor que hacer.
Conversaciones en varios idiomas. Algunos se entienden, otros no tanto; algunos fingen entenderse, otros ni siquiera saben fingir, pero eso es lo de menos, igual surgen sonrisas y nacen amistades cimentadas en el idioma universal de los gestos.
De sapos y culebras
El plan daba resultados. Andaba feliz y las horas volaban con más agilidad que las palomas regordetas de la plaza. De pronto, mi augusta soledad en la banca fue quebrada por la presencia de un extraño. Tras el disgusto inicial, decidí observarlo con detenimiento; no tenía nada mejor o peor que hacer.
Mi compañero enviado por la casualidad era un anciano que hojeaba el periódico y golpeteaba el cemento con su bastón apolillado. El diario le traía malas noticias, esas que nunca faltan, esas que entretejen una realidad que ya ni se molesta en entender, porque el mundo anda de cabeza, refunfuña, antes de soltar un par de palabrotas, aquellas que en los comics se vuelven sapos y culebras.
Nuevas noticias; viejas desgracias: un huayco que arrasa una quebrada, un rayo que arruina a un pastor; y el viejo –alto pero frágil, blanco pero de rasgos andinos- se acomoda las gafas mutiladas para seguir leyendo con enojoso interés, como si fuera lo único importante, lo único que vale la pena en la mañana luminosa y ajetreada.
Los sapos y culebras se reproducen con prodigiosa rapidez. Quizás piensa que no entiendo español, que soy extranjero, turista, gringo, pues; lo bueno es que sus encendidas palabras espantan a los lustrabotas y a los chiquillos y no tan chiquillos que ofrecen postales de la ciudad imperial o prestan sus rostros y sonrisas, para las fotografías del recuerdo a un dólar mister.
Sólo la lluvia doblegó al viejo cusqueño. Eso sí, en su huida, el diario se convirtió en paraguas. Se mojaron las malas noticias, como se moja la turista boliviana que vende caramelos para continuar con su periplo por tierras del inca, el grupo de rastras que tomó por asalto una de las bancas y la chica de las pecas que llenaba postales con montones de saludos y buenos deseos.
Todos se van. Los niños que alimentaban a las palomas, las palomas que devoraban los granos de maíz que le daban los niños. Las turistas lindas y sus “galanes” no tan lindos, más bien odiosos, pesados, suertudos. Todos se refugian bajo los arcos que flanquean la plaza, donde están los “jaladores” de las agencias de viaje y los mozos que esperan “pescar” a varios comensales.
La Plaza de Armas bajo la lluvia. ¿Y ahora a dónde voy?. Mi plan a la deriva. No pude asesinar al tiempo. ¿Vuelvo al hotel que me espera con su cama y su silla de apariencia milagrosa?. ¿Me apropio de los sapos y culebras del anciano del periódico?. Mejor comienzo a recorrer el Cusco una vez más. Y ya van 51. La lluvia es un nuevo atractivo.