domingo, 12 de septiembre de 2010

LA LEYENDA DEL SALTO DEL FRAILE



Hace más de un siglo un niño fue recogido por una humilde familia que tenía una niña, y ambos de muy jóvenes se enamoraron pensando que algún día de adultos se casarían.
Tras el paso del tiempo, en vista de ello, los padres de la niña decidieron que lo mejor sería separarlos. Y para ello, al joven lo metieron de monje.
 Entonces la muchacha quedó desolada y pasó mucho tiempo para que ellos se volvieran a ver.
 Un día en verano la chica recibió una carta del monje citándola en el Morro. El monje se había inventado un montón de astucias para salir del claustro.
  Fue un sábado  ese día se veía la salida de los barcos a Chile desde la Isla de San Lorenzo. El sábado siguiente se repitió la cita, y al querer abrazar el fraile a la chica, este se cayo al mar creando así una leyenda.

 EL SALTO DEL FRAILE 01

Corrian los inicios de la década de 1860 y entre las nobles familias que habitaban Lima se distinguía la del Marqués de Sarria y Molina, quien había enviudado, concentrando desde entonces todo su afecto en su única hija, Clara, de 12 años de edad. Con el paso del tiempo, la niña creció bajo los cuidados de su nana Evarista, una mulata quien tenía un hijo llamado Francisco, tres años mayor que la niña.
EL SALTO DEL FRAILE 06
Francisco, quien era el engreído del Marqués, se enamoró de Clara, a tal punto que la hermosa joven quedó embarazada lo que originó una verdadera convulsión en la sociedad de la época. El Marqués, ofuscado y ofendido ante tal ultraje, ordenó que Francisco sería encerrado en el Covento de La Recoleta y se le haría fraile. En cuanto a la niña, su padre decidió que un largo viaje era lo más conveniente. Tres días después, podía verse a Panchito con el cerquillo y hábito de monje dominico, ayudando en la misa del padre Mendoza.
EL SALTO DEL FRAILE 03

El marqués, mientras tanto, hacía sus preparativos para partir a España en la fragata “Covadonga” que debía de salir dentro de un mes. Pero nadie imaginaba del profundo amor en que habían mantenido los dos jóvenes y manteniéndolo oculto por lo que esta separación causó hondo pesar en ambos.
Hasta que llegó el 17 de octubre, cuando el marqués y su hija se dirigían al Callao y se embarcaban en la fragata, que debía zarpar a las dos de la tarde. Clara estaba serena, pero su repiración entrecortada por frecuentes suspiros, que en vano trataba de ahogar, revelaban el hondo sufrimiento que devoraba esa alma destrozada por el dolor.

EL SALTO DEL FRAILE 05
La fragata siguió el rumbo paralelo a la Isla de San Lorenzo y eran las cinco y media cuando pasaban a la alura de Chorrillos, que se divisaba vagamente, envuelto en la bruma de la tarde. Y cuando la embarcación se hallaba frente al Morro Solar, Clara tomó un catalejo con la intención de buscar a su amado que, según la nodriza Evarista, su hijo Francisco estaría despidiendola en dicho morro. 
Derrepente, Clara pudo ver a su amado quien, parado sobre la peña más alta, sostenía sobre su cabeza con ambas manos, el manto que se había quitado y que agitaba en el aire. Un minuto después, el fraile se precipitaba desde la altísima cima al fondo del abismo, y no quedaba de él, más que los rasgados jirones de sus vestiduras, que, prendidas de la filada cresta de un peñón saliente, flotaban al viento como una bandera fúnebre.
EL SALTO DEL FRAILE 02
Mientras ese trágico desenlace se realizaba en tierra, pasaba a abordo una escena no menos terrible. Clara se había lanzado a las aguas ante la trágica escena que acababa de presenciar. Esta historia con olor a leyenda, se divulgó en la Lima de antaño y con el paso del tiempo, y en memoria a este amor incomprendido, se construyó un restaurante cerca al Morro de Chorrillos, cerca a la playa La Herradura, llamado “El Salto del Fraile”, especializado en gastronomía peruana.

Lo anecdótico de este local es que, cada domingo, por las tardes, se escenifica el arrojo del fraile a las profundidades del mar. Un cortesano ataviado con una túnica franciscana, se arroja al mar desde una peña frente al restaurant. 


Corrian los inicios de la década del 60 de los 1800, entre las nobles familias que habitaban esta ilustre ciudad de los reyes, se distinguía por lo esclarecido de su raza y los blasones de su escudo, la del marqués de Sarria y Molina. Fiel a su rey y señor, sabiendo leer de corrido su "Año Cristiano", y escribir correctamente de cuando en cuando; dueño de buenas propiedades que redituándole tres por ciento al año le daban sin embargo, en relumbrantes pesos, más de lo que podía gastar; con combinación de crédito, sin desvelarse por la depreciación de los billetes de banco, y sin soportar las contribuciones municipales y los abusos de las empresas públicas.
Casado en edad madura, hacía dos años que había enviudado, concentrando desde entonces todo su afecto en su única hija, Clara, que su esposa le había dejado al abandonar este mundo.
La niña prometía ser tan hermosa como lo había sido su madre. Ojos negros y chispeantes, tez morena, abundantes cabellos de ébano, boquita de indulgencia plenaria, talle esbelto y pie primoroso, era el conjunto que a los quince debía formar el tipo de la ardiente y voluptuosa criolla. Ahora, que sólo contaba con doce, era la niña traviesa y mimada, cuya voluntad era soberana en la casa.
Entre la numerosa servidumbre se distinguía Evarista, arrogante mulata que había sido la nodriza de Clara, y su hijo Francisco, tres años mayor que la niña. Esta le profesaba tierno cariño, lo que equivale a decir que estaban segregados de las tareas del servicio. Evarista era la togada ama de llaves, y Panchito, como se le llamaba, era el engreído del señor marqués.
Es verdad que Panchito era un "cuarentoncito" muy bien plantado y su raro parecido a uno de los tíos de Clara daba motivo para que las malas lenguas dijesen, que este noble señor no había sido indiferente a los incitantes atractivos de la mulata, cosa que a nadie debe escandalizar, pues es cosa reconocida, la afición que a la canela tenían antiguos dominadores españoles.
El tiempo, mientras tanto, corría presuroso y más pronto de lo que se cree, la niña fue mujer y el engreído cumplió diez y ocho años. Eran, sin embargo, tan inocentes los niños de aquel tiempo, que a pesar de su edad, continuaban en el ejercicio de sus infantiles juegos, y aunque no faltase persona maliciosa que temerariamente adelantase el juicio, hasta suponer que no estaba exenta de peligros la estrecha intimidad de Clara con el único hombre a quien trataba, el señor marqués no se preocupó por cosa tan desprovista de buen sentido, y los niños siguieron jugando a "la pega" y "las escondidas".
Por eso, debió ser tan doloroso y violento cambio de opinión que revelaba el espectáculo que ofrecía la casa una mañana, en la cual habían sucedido a la calma y paz domésticas, la confusión y la discordia. El desgraciado padre gritaba airado, y amenzaba a su hija, a quien llamaba desnaturalizada, echándole en cara haber manchado su nombre y sus blasones. Esta sufría desmayos y convulsiones, y su compañero de infancia se había refugiado en el último rincón de la casa, huyendo del furor del marqués, que le acusaba de haber deshonrado sus canas.
La situación era "por naturaleza" irremediable, y el pobre ni sabía qué partido tomar. Por fin, con más calma, mandó llamar al tío de Clara y a su confesor, que lo era el padre Mendoza, religioso de la orden dominica y después de una larga conferencia, se resolvió que el mancebo sería encerrado en la Recoleta y se le haría fraile. En cuanto a la niña, fueron todos los pareceres que un largo viaje era lo más conveniente.
Tres días después, podía verse a Panchito con el cerquillo y hábito de Santo Domingo, ayudando en la misa del padre Mendoza, en la Recoleta Dominica. El marqués, mientras tanto, hacía sus preparativos para partir a España en la fragata "Covadonga" que debía de salir dentro de un mes.
El joven fraile obedecía a la fuerza de las circunstancias, y encendía más la hoguera en que se abrasaba con la ausencia de aquella que encerraba cuanto de dulce, bello y poético puede ofrecer la existencia en esa ciudad.
Verse, era imposible, y los días, mientras tanto, pasaban sin que ni el uno ni el otro, supiesen la eterna separación a la que estaban condenados, pues los preparativos de viaje se hacían con extremo sigilo. Pero la nodriza de Clara, quien sospechaba algo, descubrió por fin el secreto, escuchando oculta tras una cortina la conversación de su amo, con el capitán de la "Covadonga".
Al día siguiente, muy temprano, se dirigió a la Recoleta, y hacéndose ver de su hijo, mientras éste ayudaba en la misa, le hizo señas para que, terminada, procurase hablarle.
Así sucedió, y tras de un confesionario, hubo de informarle de todo.
Desde aquel día, todas las mañanas podía encontrarse a la mulata en la Recoleta oyendo misa de ocho, y un observador atento podría haber visto también que, al retirarse, introducía la mano debajo del confesionario, donde dejaba una carta y recogía otra. La correspondecia de los amantes estaba casi asegurada desde entonces, y ya se pueden imaginar cómo alimentarían la llama de su amor, esas páginas misteriosas.
Sólo podemos llevar nuestra indiscreción, hasta revelar el contenido de la última, por ser necesaria para la inteligencia de este relato. Era del fraile y decía así:
"Esta será la última mía que recibirás, Clara querida; mañana parto para Chorrillos con el padre Mendoza, a quien el médico manda salir de este pueblo. Debo obedecer... no tengo voluntad propia... ¡soy un esclavo"....
"Me dice mi madre que el 17 parte el buque que debe alejarte para siempre de mí; escucha pues, la súplica que te hago. Cuando pases frente a Chorrillos, dirige la vista, auxiliada de un anteojo, a la punta del cerro que se avanza al mar, allí estaré yo para darte mi postrera despedida!...
"¡Adiós, alma de mi alma!"
Al día siguiente, se veía en efecto, con dirección a Choriillos, un balancín en el que iban el padre Mendoza y su pupilo.
Ocho días después, el 17 de octubre, el marqués y su hija se dirigían al Callao y se embarcaban en la fragata, que debía zarpar a las dos de la tarde.
Clara estaba serena, pero su rostro pálido, sus hermosos ojos hundidos y sin brillo; y su repiración entrecortada por frecuentes suspiros, que en vano trataba de ahogar, revelaban el hondo sufrimiento que devoraba esa alma destrozada por el dolor.
A la hora fijada, se oyó un cañonazo, cuyo eco resonó en el afligido corazón de la joven, como el estrépito que hacía el encantado palacio de su amor y su esperanza al hundirse en el abismo...! Dos lágrimas ardientes y silenciosas resbalaron por sus mejillas y entornando los párpados, tuvo que apoyarse contra la borda de la embarcación para no caer. Pocos minutos depués, la "Covadonga" se deslizaba con dirección al Sur, al empuje de una fresca brisa.
La fragata siguió el rumbo paralelo a la Isla de San Lorenzo y eran las cinco y media cuando pasaban a la alura de Chorrillos, que se divisaba vagamente, envuelto en la bruma de la tarde.
Cuarto de hora después, la embarcación se hallaba frente al Morro Solar. Una mujer estaba de pie y en actitud majestuosa sobre el castillo de proa; tenía en sus manos un magnífico anteojo con el que miraba fijamente a la indicada punta. Era Clara que, así como busca el navegante en medio de la tempestad el faro salvador, buscaba al ser querido, cuyo amor era la única luz que podía penetrar en su alma azotada por la borrasca de la pasión.
Derrepente, se entreabrieron los cárdenos nubarrones que ocultaban el disco del sol, y sus rojizos resplandores fueron a hervir vívamente la cumbre del monte. La joven exhaló un ¡ah! de sorpresa y de íntimo placer; su rostro se inflamó, y el anteojo tembló entre sus manos convulsas. Acababa de descubrir a Francisco, que parado sobre la peña más alta, sostenía sobre su cabeza con ambas manos, el manto que se había quitado y que agitaba en el aire.
Un minuto después, el fraile se precipitaba desde la altísima cima al fondo del abismo, y no quedaba de él, más que los rasgados jirones de sus vestiduras, que, prendidas de la filada cresta de un peñón saliente, flotaban al viento como una bandera fúnebre!...
Mientras ese trágico desenlace se realizaba en tierra, pasaba a abordo una escena no menos terrible.
Clara había lanzado un agudo grito: el anteojo se cayó de sus manos, y exclamando con acento de suprema angustia:
–¡Adiós, padre mío, voy a reunirme con francisco!; se arrojó al mar, que la sepultó en su hondo seno.
 Vea este enlace http://www.boletindenewyork.com/lit.elsalto....htm

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