El río Yavarí fluye a través de la Amazonía occidental y sirve de límite entre el Perú y Brasil. Aunque escasamente habitado y rara vez visitado en nuestros días, el valle del río Yavarí tiene una larga y colorida historia, la misma que cuenta con registros escritos de sus poblaciones indígenas y sus recursos naturales desde hace más de 300 años. Como la mayoría de los ríos amazónicos, la historia del Yavarí es la de los conflictos con los pueblos indígenas, enfermedades y un siglo de explotación de recursos naturales. El siguiente es un relato que resume los puntos claves de la historia de este fascinante río.
El río Yavarí fue descrito por primera vez durante la expedición de Don Pedro de Texeira en el siglo XVII, la cual fue meticulosamente documentada por el Padre Christopher D’Acuna (1698). Texeira buscaba el mítico El Dorado, “La Laguna de Oro” y “Las Amazonas”, aquellas legendarias mujeres guerreras que utilizaban a los hombres sólo para satisfacer sus necesidades reproductivas.
Afortunadamente el Padre D’Acuna fue un ávido naturalista que documentó con gran detalle los usos del bosque y la agricultura por parte de los pueblos nativos. Escribiendo sobre el Yavarí, se sobrecogió con la vastedad de sus recursos naturales y la abundancia de vida silvestre en la zona.
En el siglo XIX, el Yavarí fue descrito por dos grandes expediciones científicas: una francesa, liderada por F. de Castelnau (1850–51), y otra austríaca, liderada por Spix y Martius (1823–31). Al igual que el Padre D’Acuna, ambas expediciones destacaron la variedad de plantas y animales del valle, así como la vida y costumbres de las tribus que lo habitaban, entre las que destacaba la de los Mayoruna, también conocidos como Matís (Matsés). F. de Castelnau fue el primer científico en describir con detalle y precisión al mono huapo colorado (ver Figura 1), notando su división geográfica en dos coloraciones o formas, una blanca y otra roja. Spix y Martius describieron con cierto detalle a los Mayoruna y su expansión a lo largo del valle del Yavarí, destacando su ferocidad y reportando que los portugueses no podían ingresar a sus territorios por el temor de sus ataques. Los exploradores austríacos describieron cómo los Mayoruna se ocultaban en el bosque mientras las canoas de los europeos surcaban la corriente, para luego atacarlos con flechas, lanzas y mazos.
La Mayoruna fue una las principales naciones indígenas de Loreto. En el mapa publicado por A. Raimondi (circa 1888) se puede ver que habitaban todo el valle del Yavarí, cubriendo gran parte del noreste de Loreto, desde Pebas hasta Contamana y Tabatinga.
Otros grupos, como los Ticuna, Chirabo y Marubo, también habitaban la región del Yavarí hacia fines del siglo XIX. Los Mayoruna eran conocidos como diestros cazadores y no como agricultores o pescadores. La primacía de la caza como fuente de subsistencia era lógica, dada la abundancia de especies de caza en la zona, en relación a otros lugares de la Amazonía (ver “Diversidad y Abundancia de Mamíferos”).
Efectivamente, la producción de animales de caza en el valle del Yaraví hace que esta zona sea, aún en la actualidad, una de las principales zonas de caza en Loreto (ver “Uso y Sostenibilidad de la Caza de Especies Silvestres Dentro y en los Alrededeores de la Propuesta Zona Reservada del Yavarí”).
El Yavarí ha jugado un importante papel en la historia de las relaciones diplomáticas entre el Perú y Brasil (Maúrtua 1907). En 1777, el Tratado de San Ildefonso establecío la frontera de las coronas portuguesa y española entre Leticia, Tabatinga y el río Yavarí (Public Document 1777). Empero, el temor por la expansión brasileña continuó a pesar del tratado.
Francisco Requena, responsable de la región fronteriza de Loreto durante los últimos años de la Colonia, se encontraba tan preocupado por la expansión brasileña a través del valle del Yavarí y la cuenca del Ucayali que estableció el poblado de Requena, sobre el río Ucayali, como una manera de proteger el territorio peruano (Martín Rubio 1991).
En 1866, la República del Perú y el Imperio del Brasil acordaron la organización de una expedición conjunta a las regiones desconocidas del alto Yavarí, tanto con fines científicos como de delimitación de fronteras entre ambas naciones (Raimondi 1874–79).
La expedición conjunta estuvo al mando de los secretarios de estado de ambos países, los doctores Manuel Rouaud y Paz Soldán del Perú, y João Soares Pinto de Brasil. La expedición remontó el río Yavarí a bordo del vapor Napo, luego de dejar Tabatinga el 5 de agosto de 1866. En el vigésimo tercer día la expedición pasó el río Curazao y cinco días después llegó a la desembocadura del Yavarí Mirín, bautizándole al resto del río Yavarí de ese punto para arriba como el río Yaquirana. El 8 de septiembre, la comisión conjunta alcanzó una nueva divisoria en el río y, siguiendo sus indicaciones, continuaron por el tributario más grande para determinar la frontera internacional. El tributario menor fue llamado Gálvez por Paz Soldán, en memoria del famoso oficial peruano que perdió su vida en la guerra con Chile.
A medida que el río se estrechaba Paz Soldán y Pinto eventualmente tuvieron que abandonar el vapor y proseguir el trabajo a bordo de canoas. A medida que ascendían hacia las cabeceras del río Yaquirana, observaban señales de la presencia de indígenas, a los que llamaron Matapis. El 10 de octubre de 1866 la comisión fue atacada por los indígenas, quienes escondidos en el bosque dispararon flechas a las canoas.
La comisión se retiró hacia una playa para atender a los heridos y partió de inmediato aguas abajo. En una de las numerosas curvas del río la expedición fue atacada otra vez, esta vez por más de 100 indígenas—hombres y mujeres desnudos y pintados—quienes atacaron con una lluvia de flechas a los indefensos expedicionarios. Soares Pinto murió al recibir tres flechas en el pecho, en tanto que Paz Soldán pudo huir en una canoa dejando atrás todo el equipo científico y los alimentos de la expedición. Cuatro días después, los sobrevivientes lograron alcanzar el vapor y la expedición volvió a Tabatinga. Paz Soldán perdió una de sus piernas a consecuencia de las heridas sufridas durante el ataque.
No fue el brillante oro de El Dorado, como imaginó Texeira, lo que trajo riqueza al Yavarí, sino el “oro negro” del caucho ahumado.
El auge del caucho, entre fines del siglo XIX e inicios del siglo XX trajo el apogeo a la región. Muchos inmigrantes provenientes de Europa, Norteamérica y los Andes llegaron hasta la región amazónica en busca del valioso látex. El valle del Yavarí, rico en árboles de caucho, se convirtió así en un blanco de los recién llegados buscadores de fortuna. La importancia de esta zona como fuente del nuevo y valioso producto trajo como consecuencia su declaración como provincia del departamento de Loreto, estableciéndose en su interior los distritos de Caballococha, Yavarí y Yaquerana.
La capital de Yavarí fue el poblado de Nazaret (hoy conocido como Amelia), y la capital de Yaquerana el pueblo de Esperanza, un rico enclave de trabajadores y comerciantes del caucho ubicado en el alto Yavarí (Fuentes 1908).
Para 1903 habían 55 estaciones de explotación de caucho a lo largo del lado peruano del Yavarí, con un total de 1.358 estradas (trochas).
El volumen de extracción registrado en 1905 fue de 600.000 kg de látex de caucho. El río bullía de actividad comercial y tráfico fluvial, pues solo en el año 1905, 22 vapores y 107 embarcaciones a vapor menores acopiaban el caucho del Yavarí hacia Caballococha e Iquitos (Larrabure y Correa 1905–09).
Los indígenas del Yavarí no pudieron soportar las incursiones de los caucheros. Los Mayoruna, otrora una gran nación, fueron empujados hacia las zonas altas del Yavarí y reducidos a un conjunto de pequeños poblados aislados. Otras etnias corrieron igual suerte al no poder soportar la penetración de los extractores en su territorio.
Pero la vida era igualmente dura para los extractores de caucho. El Yavarí era famoso por sus terribles y a menudo fatales fiebres. El doctor Pesce las describió como malignas y anormales, probablemente causadas por un tipo de tifo-malaria (Fuentes 1908).
Pero las fiebres no eran la única preocupación de los caucheros, pues los conflictos con los indígenas continuaron durante el auge del caucho. Algot Lange, en su fascinante libro de 1912 sobre el Yavarí, narra el ataque de un grupo de 20 indígenas contra los caucheros peruanos, matándolos con flechas, lanzas, garrotes y cerbatanas para luego desmembrar sus cuerpos y comérselos en compañía de sus familias (Lange 1912).
San Felipe, uno de los poblados del Yavarí Mirín, era la base de apoyo de un pequeño barón del caucho brasileño. Este hombre era el patrón de todos los caucheros del Yavarí Mirín y les abastecía de todo lo necesario para su supervivencia desde su puesto en San Felipe. Un día, un grupo de indígenas atacaron y masacraron a todos los habitantes del puesto, dejando atrás todas los vituallas de los caucheros. Noventa años después, todavía es posible encontrar en el lugar antiguas botellas de cerveza, ladrillos traídos de Pará, medicinas importadas desde Nueva York y los restos de un barco de hierro, con su motor totalmente oxidado.
El auge terminó en la década de los veinte, cuando la producción—masiva y a muy bajo costo— del caucho malayo eliminó económicamente al caucho amazónico. La decadencia de la industria del caucho amazónico está bien documentada en el valle del Yavarí.
En 1905 las exportaciones de caucho del Yavarí se calculaban en S/. 1.500.000, que al cambio de la época representaban unas 300.000 libras esterlinas. Dos años después, las exportaciones habían caído a S/. 143.000 y para 1917 apenas alcanzaban los S/. 2.000.
A pesar de ello, la explotación del Yavarí continuó. El caucho fue reemplazado por maderas exóticas, aceite de palo de rosa y pieles de animales, valiosos productos del bosque que siguieron atrayendo a aventureros en busca de fortuna.
Entre las décadas de los cuarenta y cincuenta, la población de la zona era otra vez tan abundante en los lados peruano y brasileño como en los tiempos del caucho. En 1942 se estableció la base militar de Angamos, con el objeto de asegurar la frontera luego de la guerra contra Ecuador. El número de familias se incrementó a 710, y en 1978 se creó la comunidad civil de Angamos, siendo su primer líder municipal el señor Francisco Dámaso Portal. En 1981, Angamos tuvo su primer alcalde formal y en 1984 recibió su primera visita presidencial por parte de Alan García Pérez. En la actualidad, la población de Angamos es de 300 familias y 1.200 habitantes.
Del mismo modo, el Yavarí Mirín incrementó su población a medida que la explotación de sus recursos naturales se expandía. En la década de los cincuenta, Joaquín Abenzur Panaifo ingresó al valle del Yavarí Mirín y construyó una planta de procesamiento de aceite de palo de rosa. Las ruinas de hierro y cemento de la planta pueden ser todavía observadas en el alto Yavarí Mirín. Abenzur usó como base de operaciones la localidad de Petrópolis, en la desembocadura del río Yavarí, debido a que era el punto intermedio entre el Yavarí Mirín y la ciudad de Iquitos.
La explotación del palo de rosa y otros recursos naturales atrajo a otros, como Victoriano López, quien contrató un grupo de trabajadores para la explotación de madera y palo rosa de la región.
El interés de los explotadores de recursos naturales en el Yavarí Mirín tuvo como corolario los inevitables conflictos con los pueblos nativos. Los primeros contaban con el apoyo del Estado peruano, que afianzó su presencia en la región estableciendo la base militar de Barros en el alto Yavarí Mirín. La población del Yavarí había crecido nuevamente; en cada orilla del río se podía ver pueblos y caseríos, como el de Buen Jardín, con más de 300 habitantes. En la década de los sesenta, cerca de 1.000 personas vivían y trabajaban en las orillas del Yavarí.
Pero los problemas con los pueblos nativos continuaron, en particular con los Mayoruna. Uno de los motivos más frecuentes de disputa entre colonos y nativos era el rapto de mujeres de los poblados y caseríos para tomarlas como esposas. Durante una de nuestras visitas, tuvimos el privilegio de conocer a una de estas mujeres y escuchar la historia de su rapto. Ella cuenta que llegó al Yavarí en compañía de su esposo, quien trabajaba madera. Su marido solía internarse durante varios días en el bosque, mientras ella cuidaba su cabaña y a su hija recién nacida.
En 1905 las exportaciones de caucho del Yavarí se calculaban en S/. 1.500.000, que al cambio de la época representaban unas 300.000 libras esterlinas. Dos años después, las exportaciones habían caído a S/. 143.000 y para 1917 apenas alcanzaban los S/. 2.000.
A pesar de ello, la explotación del Yavarí continuó. El caucho fue reemplazado por maderas exóticas, aceite de palo de rosa y pieles de animales, valiosos productos del bosque que siguieron atrayendo a aventureros en busca de fortuna.
Entre las décadas de los cuarenta y cincuenta, la población de la zona era otra vez tan abundante en los lados peruano y brasileño como en los tiempos del caucho. En 1942 se estableció la base militar de Angamos, con el objeto de asegurar la frontera luego de la guerra contra Ecuador. El número de familias se incrementó a 710, y en 1978 se creó la comunidad civil de Angamos, siendo su primer líder municipal el señor Francisco Dámaso Portal. En 1981, Angamos tuvo su primer alcalde formal y en 1984 recibió su primera visita presidencial por parte de Alan García Pérez. En la actualidad, la población de Angamos es de 300 familias y 1.200 habitantes.
Del mismo modo, el Yavarí Mirín incrementó su población a medida que la explotación de sus recursos naturales se expandía. En la década de los cincuenta, Joaquín Abenzur Panaifo ingresó al valle del Yavarí Mirín y construyó una planta de procesamiento de aceite de palo de rosa. Las ruinas de hierro y cemento de la planta pueden ser todavía observadas en el alto Yavarí Mirín. Abenzur usó como base de operaciones la localidad de Petrópolis, en la desembocadura del río Yavarí, debido a que era el punto intermedio entre el Yavarí Mirín y la ciudad de Iquitos.
La explotación del palo de rosa y otros recursos naturales atrajo a otros, como Victoriano López, quien contrató un grupo de trabajadores para la explotación de madera y palo rosa de la región.
El interés de los explotadores de recursos naturales en el Yavarí Mirín tuvo como corolario los inevitables conflictos con los pueblos nativos. Los primeros contaban con el apoyo del Estado peruano, que afianzó su presencia en la región estableciendo la base militar de Barros en el alto Yavarí Mirín. La población del Yavarí había crecido nuevamente; en cada orilla del río se podía ver pueblos y caseríos, como el de Buen Jardín, con más de 300 habitantes. En la década de los sesenta, cerca de 1.000 personas vivían y trabajaban en las orillas del Yavarí.
Pero los problemas con los pueblos nativos continuaron, en particular con los Mayoruna. Uno de los motivos más frecuentes de disputa entre colonos y nativos era el rapto de mujeres de los poblados y caseríos para tomarlas como esposas. Durante una de nuestras visitas, tuvimos el privilegio de conocer a una de estas mujeres y escuchar la historia de su rapto. Ella cuenta que llegó al Yavarí en compañía de su esposo, quien trabajaba madera. Su marido solía internarse durante varios días en el bosque, mientras ella cuidaba su cabaña y a su hija recién nacida.
Un día, mientras alimentaba sus pollos, cinco Mayoruna se lanzaron sobre ella y la arrastraron hacia el bosque. Los hombres la mantuvieron atada y desorientada, mientras caminaban por más de una semana. Cuando llegaron al poblado nativo, fue encerrada en una gran casa comunal conocida como maloca, cuya entrada era vigilada día y noche. En su interior conoció a otras mujeres que habían sido igualmente secuestradas. No pasó mucho tiempo y la mujer se “casó” con el hijo del jefe de la tribu, con quien tuvo varios hijos. Tras haberse ganado la confianza de su esposo, pudo salir de la maloca, bañarse en el río y recolectar vegetales de las tierras comunales.
Luego, por amor a sus hijos, se integró a la tribu y perdió todo interés en escapar. Algunas de las otras mujeres secuestradas, sin embargo, nunca aceptaron convertirse en Mayoruna y siguieron intentando escapar. Luego de numerosos intentos de fuga fueron golpeadas hasta morir.
Un día llegaron los misioneros. Sobrevolaron la zona en un hidroavión y arrojaron mantas, cacerolas, machetes y cuentas. Poco después aterrizaron y un grupo de hombres de largas barbas salió de la aeronave y se acercó al jefe Mayoruna. El consejo tribal discutió el destino de esos extraños hombres. Hubo una larga discusión entre los indígenas, acerca de si debían matarlos o aceptarlos. Se decidió esto último y el trabajo misionero empezó entre los Mayoruna. Los esfuerzos de los misioneros y los militares redujo paulatinamente el número de secuestros, reportándose el último de éstos a fines de la década de los sesenta.
La explotación de los recursos naturales del Yavarí alcanzó su pico a inicios de la década de los setenta, para luego iniciar una lenta declinación. El negocio del aceite de palo de rosa había sido prácticamete agotado, la caza por pieles concluyó oficialmente en 1973, cuando el Perú suscribió el CITES, y el valioso cedro (Cedrela) empezaba a ser cada vez más escaso en las cercanías de los ríos. En 1990, cuando se inició nuestro trabajo en el Yavarí Mirín, existían cinco pueblos en el área y tres campamentos madereros, los que totalizaban unos 400 habitantes. La operaciones forestales se hacían cada vez más difíciles, tanto, que en ocasiones se requería de hasta tres años para sacar la madera desde los pequeños ríos de tierra firme. Con el tiempo los madereros vieron más rentable dedicar su tiempo a la caza de especies de alto valor comercial que a la tala.
En 1995, una violenta epidemia de malaria cerebral golpeó a la región. Un poblado del alto Yavarí Mirín, San Francisco de las Mercedes, perdió casi la mitad de sus habitantes a causa de la epidemia. Otros caseríos fueron igualmente castigados. La explotación forestal terminó en la región y sus habitantes empezaron a solicitar apoyo del gobierno. Las autoridades de Islandia, capital del distrito, no contaban con los recursos suficientes para ayudar a todas las comunidades, así que comunicaron a los pobladores que solo se asistiría a la comunidad de Nueva Esperanza, un caserío ribereño fundado en 1971, por ser la más grande de la zona. La comunidad Yagua de San Felipe decidió mudarse a las cercanías de Islandia, en el bajo Yavarí, para mantenerse como sociedad tradicional. La comunidad de Buen Jardín se deshizo y en San Francisco de Mercedes sólo se quedaron dos familias.
En la actualidad, el Yavarí Mirín tiene el nivel poblacional más bajo desde los primeros días del auge del caucho. Actualmente hay 179 habitantes en Nueva Esperanza, 18 en San Felipe (antiguos pobladores de Buen Jardín) y siete miembros de la Policía Nacional en Carolina, cerca de la desembocadura del Yavarí Mirín, sin contar con cinco personas que escogieron permanecer en San Francisco de las Mercedes, en el alto Yavarí Mirín.
En el lado brasileño del Yavarí se observó el mismo fenómeno. Hace 48 años, José Cándido de Melo Carvalho (1955) registraba un total de 77 caseríos y asentamientos a lo largo del río Itacoaí, un tributario del Yavarí. Hoy, ninguno de estos caseríos y pueblos subsiste. El Itacoaí es parte de la Reserva Indígena Javarí y está casi desierta. De hecho, grupos de indígenas en estado de aislamiento han empezado a ingresar al área, a sabiendas de que los colonos o caboclos han abandonado la región. El alto Yavarí está igualmente desolado.
Años atrás, el área entre la confluencia del Yavarí Mirín y Angamos bullía de actividad extractivista. Grandes caseríos abundaban y el tráfico fluvial era constante entre Iquitos y Angamos. Los productos eran vendidos a las embarcaciones que recorrían el Yavarí y la gente mantenía ingresos respetables. Hoy, los pueblos han desaparecido de esta extensa franja del río dejando sólo porciones de purma o bosque secundario. Los barcos de Iquitos raramente remontan el Yavarí, a veces un viaje cada tres meses, y Angamos basa su abastecimiento en los avionetas comerciales más que del transporte fluvial.
Desde principios de la década de los noventa, los pobladores del Yavarí Mirín están involucrados en actividades de conservación lideradas por la Wildlife Conservation Society-Perú y el Durrell Institute of Conservation and Ecology (DICE). La población local ha participado en programas educativos de conservación y administración comunitaria de los recursos naturales.
Las comunidades locales han desarrollado un fuerte sentido de responsabilidad y sincero interés en todos los temas concernientes a la conservación, lo que puede verse en la serie de compromisos y acuerdos que respaldan sus intenciones.
El Yavarí y el Yavarí Mirín han visto un siglo de explotación de sus recursos naturales. De ello dan testimonio los bosques ribereños que han sido explotados para extraer madera para los vapores fluviales, caucho para Iquitos y Manaus, palo de rosa para la industria de la perfumería, pieles de animales como el jaguar y el lobo de río para Norteamérica y Europa, y madera para la mueblería fina. Hoy, el silencio en los bosques anuncia el retorno paulatino pero seguro de la naturaleza donde antes reinó la actividad humana. Las comunidades animales se están
recuperando a los niveles previos del auge del caucho, y los pocos seres humanos que habitan la región los cazan sólo con fines de subsistencia.
Mientras viajábamos aguas arriba del Yavarí para encontrar el helicóptero que traería al resto del equipo del inventario biológico, sólo podíamos pensar en los secretos que aún oculta este gran río. A medida que nuestros botes penetraban la neblina de aquella mañana húmeda, los bosques lucían tal y como hace 100 años atrás, cuando los primeros vapores ingresaban al valle en búsqueda del oro negro. El Yavarí parece haberse detenido en el tiempo y va recobrando, una vez más, su esplendor natural.
Luego, por amor a sus hijos, se integró a la tribu y perdió todo interés en escapar. Algunas de las otras mujeres secuestradas, sin embargo, nunca aceptaron convertirse en Mayoruna y siguieron intentando escapar. Luego de numerosos intentos de fuga fueron golpeadas hasta morir.
Un día llegaron los misioneros. Sobrevolaron la zona en un hidroavión y arrojaron mantas, cacerolas, machetes y cuentas. Poco después aterrizaron y un grupo de hombres de largas barbas salió de la aeronave y se acercó al jefe Mayoruna. El consejo tribal discutió el destino de esos extraños hombres. Hubo una larga discusión entre los indígenas, acerca de si debían matarlos o aceptarlos. Se decidió esto último y el trabajo misionero empezó entre los Mayoruna. Los esfuerzos de los misioneros y los militares redujo paulatinamente el número de secuestros, reportándose el último de éstos a fines de la década de los sesenta.
La explotación de los recursos naturales del Yavarí alcanzó su pico a inicios de la década de los setenta, para luego iniciar una lenta declinación. El negocio del aceite de palo de rosa había sido prácticamete agotado, la caza por pieles concluyó oficialmente en 1973, cuando el Perú suscribió el CITES, y el valioso cedro (Cedrela) empezaba a ser cada vez más escaso en las cercanías de los ríos. En 1990, cuando se inició nuestro trabajo en el Yavarí Mirín, existían cinco pueblos en el área y tres campamentos madereros, los que totalizaban unos 400 habitantes. La operaciones forestales se hacían cada vez más difíciles, tanto, que en ocasiones se requería de hasta tres años para sacar la madera desde los pequeños ríos de tierra firme. Con el tiempo los madereros vieron más rentable dedicar su tiempo a la caza de especies de alto valor comercial que a la tala.
En 1995, una violenta epidemia de malaria cerebral golpeó a la región. Un poblado del alto Yavarí Mirín, San Francisco de las Mercedes, perdió casi la mitad de sus habitantes a causa de la epidemia. Otros caseríos fueron igualmente castigados. La explotación forestal terminó en la región y sus habitantes empezaron a solicitar apoyo del gobierno. Las autoridades de Islandia, capital del distrito, no contaban con los recursos suficientes para ayudar a todas las comunidades, así que comunicaron a los pobladores que solo se asistiría a la comunidad de Nueva Esperanza, un caserío ribereño fundado en 1971, por ser la más grande de la zona. La comunidad Yagua de San Felipe decidió mudarse a las cercanías de Islandia, en el bajo Yavarí, para mantenerse como sociedad tradicional. La comunidad de Buen Jardín se deshizo y en San Francisco de Mercedes sólo se quedaron dos familias.
En la actualidad, el Yavarí Mirín tiene el nivel poblacional más bajo desde los primeros días del auge del caucho. Actualmente hay 179 habitantes en Nueva Esperanza, 18 en San Felipe (antiguos pobladores de Buen Jardín) y siete miembros de la Policía Nacional en Carolina, cerca de la desembocadura del Yavarí Mirín, sin contar con cinco personas que escogieron permanecer en San Francisco de las Mercedes, en el alto Yavarí Mirín.
En el lado brasileño del Yavarí se observó el mismo fenómeno. Hace 48 años, José Cándido de Melo Carvalho (1955) registraba un total de 77 caseríos y asentamientos a lo largo del río Itacoaí, un tributario del Yavarí. Hoy, ninguno de estos caseríos y pueblos subsiste. El Itacoaí es parte de la Reserva Indígena Javarí y está casi desierta. De hecho, grupos de indígenas en estado de aislamiento han empezado a ingresar al área, a sabiendas de que los colonos o caboclos han abandonado la región. El alto Yavarí está igualmente desolado.
Años atrás, el área entre la confluencia del Yavarí Mirín y Angamos bullía de actividad extractivista. Grandes caseríos abundaban y el tráfico fluvial era constante entre Iquitos y Angamos. Los productos eran vendidos a las embarcaciones que recorrían el Yavarí y la gente mantenía ingresos respetables. Hoy, los pueblos han desaparecido de esta extensa franja del río dejando sólo porciones de purma o bosque secundario. Los barcos de Iquitos raramente remontan el Yavarí, a veces un viaje cada tres meses, y Angamos basa su abastecimiento en los avionetas comerciales más que del transporte fluvial.
Desde principios de la década de los noventa, los pobladores del Yavarí Mirín están involucrados en actividades de conservación lideradas por la Wildlife Conservation Society-Perú y el Durrell Institute of Conservation and Ecology (DICE). La población local ha participado en programas educativos de conservación y administración comunitaria de los recursos naturales.
Las comunidades locales han desarrollado un fuerte sentido de responsabilidad y sincero interés en todos los temas concernientes a la conservación, lo que puede verse en la serie de compromisos y acuerdos que respaldan sus intenciones.
El Yavarí y el Yavarí Mirín han visto un siglo de explotación de sus recursos naturales. De ello dan testimonio los bosques ribereños que han sido explotados para extraer madera para los vapores fluviales, caucho para Iquitos y Manaus, palo de rosa para la industria de la perfumería, pieles de animales como el jaguar y el lobo de río para Norteamérica y Europa, y madera para la mueblería fina. Hoy, el silencio en los bosques anuncia el retorno paulatino pero seguro de la naturaleza donde antes reinó la actividad humana. Las comunidades animales se están
recuperando a los niveles previos del auge del caucho, y los pocos seres humanos que habitan la región los cazan sólo con fines de subsistencia.
Mientras viajábamos aguas arriba del Yavarí para encontrar el helicóptero que traería al resto del equipo del inventario biológico, sólo podíamos pensar en los secretos que aún oculta este gran río. A medida que nuestros botes penetraban la neblina de aquella mañana húmeda, los bosques lucían tal y como hace 100 años atrás, cuando los primeros vapores ingresaban al valle en búsqueda del oro negro. El Yavarí parece haberse detenido en el tiempo y va recobrando, una vez más, su esplendor natural.